Pintura realizada para el Salón de Plenos del Ayuntamiento de Binéfar
La metafora del mural
Cuántos muros, antaño, ennoblecieron con las imágenes de sus murales. Sellos marcados en los años, al pintarlos aparecían, profundizando en el espacio y en el tiempo, escritos con los testimonios de leyendas, historias, noticias… donde las gentes leían, con sencillo apasionamiento, sin tener que hacerlo al pie de la letra.
Desde el inicio de la expresión plástica, los murales ofrecen la realidad de ámbitos nuevos a partir de lo imaginario o, viceversa, se crean nuevas dimensiones de lo real.
El artista, al realizarlos, con las potencias de su alma, a través de sus manos, estimula al espectador quien también crea, al mirar recreándose.
En una de sus fábulas, Hermán Hesse relata el suceso de un pintor que, encerrado en un celda, para evadirse de sus penalidades, pinta un paisaje en la pared y, súbitamente inspirado, coloca en el paisaje un camino dirigido a lo lejos, y por el primer plano lo prolonga en su dirección saliendo del cuadro por el suelo hasta llegar a sus pies. Entonces comienza decidido a recorrerlo y se escapa de la celda por el otro lado de la montaña.
El cine, fábrica de sueños y leyendas, nos ha hecho asistir a la sugerente fábula de Un genio anda suelto, donde juega destacado papel un mural. El protagonista de la película, Alee Quines, interpreta a un genial y apasionado pintor, corre sugestivas aventuras hasta alcanzar a disponer de la superficie de un muro apropiado para cubrirlo con las criaturas nacidas de su poderosa imaginación creadora.
Y en la genial interpretación del personaje, entre a otras coherentes peripecias, asistimos a la creación de un mural poblado con las especies de un bien provisto zoo en una atmósfera paradisíaca que testimonia de aspectos y de un lugar y de una edad dorados. Pero una vez terminada su obra, realizada sin autorización, sobre el muro de un edificio destinado a derruirlo y que él pensaba salvar con su mural, al ser descubierto, los encargados de hacer cumplir la ley no cambian de actitud y se disponen para derrumbarlo, sin conseguirlo pues el propio artista se adelanta y maniobra con el artefacto mecánico demoledor y derriba por sí mismo el muro sobre el que había creado su mejor obra.
En la época moderna hemos asistido a una renovación del mural. Especialmente cultivado por los artistas mexicanos. Con frecuencia se le ha utilizado como instrumento didáctico, al rebajar el tono que antaño adoptara, ha caído en el panfleto.
Un mural, una pintura, en esencia, cuando lo son, se continúan más allá de los límites de la superficie que los soporta. Cuando está pintado sobre una muralla de algún modo la anula. Tal sucede en uno de los murales más extensos e intensos creado por un esfuerzo colectivo, realizado sobre decenas de kilómetros. La metáfora del mural hoy alcanza su más prolongada dimensión con elocuentes amplios fragmentos epilíricos, en el Muro de Berlín.
El tiempo y la asimilación de las vanguardias, ha introducido nuevos matices en el género. Sobre lo épico, lo religioso, lo legendario, lo testimonial, lo publicitario, se le ha añadido el matiz subjetivo y, en esencia, poético. El origen podemos situarlo en los frescos de Goya, en especial los de la ermita de San Antonio de la Florida en Madrid. Desde esta postura estética se ha realizado el mural de Javier Puértolas. La trayectoria de su esfuerzo creador en una ideal línea recta, ha conducido al artista hacia la creación en el espacio libre del mural. Y al pintarlo con la oportunidad de realizarse y de crecer en ese sentido, nos ofrece un fruto maduro que es al tiempo semilla de su personal desarrollo, de su experiencia y de su talento.
Concebido a modo de territorio fragmentado, la superficie del mural se ofrece como contrapunto melódico. El espacio mayor dispuesto con un sutil desequilibrio, potencia la anécdota, líricamente escoltada por las parcelas menores cual por gigantescos candelabros que montan la guardia, vibrantes de plástica intensidad.
La densa, trabajada materia, logra una tensión pictórica lírica y comunica a las inquietudes plásticas del momento los matices acentuados de la permanencia.
Realizado cual ante espacios abiertos nos sitúa ante la metáfora de un paisaje marino del interior donde, en una trasmutación continua, tierra, agua y cielo sustentan seres y personajes.
Color elaborado, tenso, fauvista-informalista-Cobra-Nueva figuración, trascendido. El color aplicado con una precisa libertad evoca a un tiempo aspectos cambiantes de lo real cual reflejados en las superficies de espejos móviles y vibrantes.
Su atmósfera aparece cargada de noticias, con las del presente leemos los testimonios del pasado. Bebemos el humo luminoso casi psicodélico de la ilusión y, cual si la tocáramos, distinguimos la tierra encendida con las luminarias que el arte convoca.
Cielo y campo abiertos, secarrales, prados, juncos, matorrales, aguas y sus orillas, colores acumulados de la visual experiencia, nos saludan como flechas encendidas dispersadas como juegos de artificio en el espacio.
Sólida armazón de la arquitectura compositiva cual soportadora de las solidificadas suscitaciones y naturalezas muertas de acendrado españolismo, de coloreadas luces trabadas con estímulo de libre barroquismo diverso y cohesionado, divertido y austero.
Javier Puértolas nos coloca como ante una ventana ideal frente a un panorama observado y soñado ante el que, cuando se asoma el espectador, sueña y realiza recorridos múltiples, profundamente subjetivos.
Densa alacridad.
Murallas y muros devienen ilusorios.
A. Fernández Molina
Octubre 1988
Todas las transgresiones que la modernidad ha otorgado a la creación artística, han acostumbrado al espectador contemporáneo a calibrar la manifestación subjetiva del estado creativo en función, casi exclusivamente, de medir la potencia del radio de su onda expansiva. Rápidamente familiarizados con la audacia del hallazgo estilístico, nuestra dimensión crítica, con harta frecuencia, se tambalea y pierde entre la dinámica social de la obra y entre las ondulaciones que forman los repliegues indiscriminados del gusto y la enloquecida metástasis de una forma artística incapaz de moderar y contener el alucinante desarrollo de una presentación del Arte que, desde la heroicidad estética de las vanguardias, se nos aparece como la formulación de un proyecto sin posibilidades de fin.
Pareciera —a tenor de lo expresado en el primer párrafo— que voluntariamente nos aferramos, igual que a un clavo ardiendo, y a pesar incluso de nuestras críticas, a ese obvio «cáncer de la forma» que nos inunda, a una idea del arte que se niega a arrinconar la feliz seguridad de quien se mantiene fiel a un camino trazado con optimismo infalible. Pareciera, igualmente, que, bien por ignorancia, bien por comodidad, desconocemos las tentativas teóricas y prácticas que desde la atalaya postmoderna han lanzado el canto del cisne de una concepción del arte basada en una feliz progresión lineal. Pero sí, si conocemos los principales puntos de las tesis postmodernas, y tampoco queremos ser paladines de una aerifica aceptación de la vanguardia, aunque sólo sea por compromiso histórico, deferencia moral o cínica cobardía disfrazada de ética servidumbre. No: ni siquiera por el conjunto de todo ello: pero sí queremos ser cada día un poco más inteligentes, pues en esto no renunciamos a la «progresión lineal». Ocurre que existe una generalizada tendencia a reducir la aventura vanguardista a su simple dimensión historicista, y con no menos común consenso nos olvidamos de una revisión particularizada no de la vanguardia misma, sino, podríamos llamarlo así, de una posible genialidad del instante, que hiciera posible aquello que Gadamer, muy inteligentemente, ha definido como la necesidad de «sumergirse en el acontecimiento de la tradición». Con otras palabras: la importancia de re-definir la forma que dio origen a la Forma.
Nos interesa la frase de Qadamer por su admirable lucidez, pero especialmente nos sirve para utilizarla como punto de partida del comentario que queremos hacer en torno a la obra de Javier Puértolas.
El acto de pintar una superficie es, por definición, la comunión radical con una situación que en sí misma ejerce la doble función de ser enemiga y cómplice. Es, igualmente, el desplazamiento e inmersión en la materia pictórica para situar en el mundo otra condición. Es, en definitiva, el ejercicio de una mística interna y privada. José Angel Yalente nos señala que lo que constituye al místico es la experiencia extrema de la unión. Más allá de toda literalidad interpretativa, podríamos situar este corpus de obras recientemente pintado por Javier Puértolas como la elevación de un territorio sígnico donde la mística creativa del artista existe en función, exclusivamente, de definir y reforzar esa experiencia de la unión a la que nos remite Yalente. Porque, en verdad, toda Máquina del Tiempo, tal como su autor ha dado en llamar a este entramado de superficies pintadas, necesita de una logística que asegure su energía y su supervivencia, y la seguridad de que no será cortado el hilo que certifica la «experiencia extrema de la unión».
Nos encontramos, pues, ante un conjunto de obras que retoman la práctica de la pintura desde una posición de abandono del dogma fecundado en la seriedad dudosa de una lógica arbitraria, para proseguir un camino donde la alternancia de opuestos sea reflejo menos de una diferenciación estilística, que una manera de introducir una dimensión de disturbio, de inquietud, dentro de la lógica reconocible a la que tiende toda realización humana.
Por una parte, tenemos en la pintura de Javier Puértolas la constancia en el mantenimiento de una idea de la pintura que sin renunciar a un desplegamiento intensivo de sus características más formales —diríamos lo mismo si habláramos de sus atributos históricos o legítimos—, éstas quedan subsumidas en la particular hermenéutica a la que su autor les somete, pues si bien nosotros vemos una superficie cubierta de colores u otros elementos, todo ello existe como valedor de una tensión ajena a la pintura misma; nos arriesgamos a decir que ajena incluso al espectador y al propio artista.
Su autor consigue, de esta manera, que los nunca bien definidos conceptos en torno a la autonomía del Arte, se rebelen contra su definición, para alcanzar el nuevo estatuto de instigador de los fenómenos de percepción, extraños y alejados de un reconocimiento empirista del Arte. Por otra parte, Javier Puértolas renuncia a introducir en su pintura conceptos tales como puntos de atención o fuga, elementos de soporte o campos liberados, para centrarse en la conquista de esos fenómenos perceptivos, utilizando para ello un infinito código de mensajes subliminales. Indudablemente, el fin es el mismo; lo que no es igual —y esto me parece muy importante— es la posición del artista en su forma de enfrentarse a la historia.
Y es aquí donde ya directamente enlazamos con la frase de Gadamer, pues Javier Puértolas no se enfrenta directamente con las vanguardias desde una situación uniformadora y global, sino que lo que más le interesa y preocupa es, precisamente, la retención de la instantaneidad que da origen al acontecimiento. Por vía, repetimos nuevamente, de un código cifrado, secreto, subliminal, pero reconocible solamente en su interioridad, en su extrañeza y en su asombro.
La obra de Javier Puértolas debe ser captada desde la no definición de sus atributos más brillantes, a pesar de la claridad de sus significados. Al igual que Wittgenstein, él también certificaría que lo inexpresable es tal vez el fondo sobre el que cuanto he podido expresar adquiere significado. Otra forma más de sumergirse en el acontecimiento.
Luis Francisco Pérez
Barcelona, octubre 88